Observar el cine debe ser siempre un acto de emoción. A posteriori, la posición con la que queramos empezar a hablar, apreciar y recordar una película será parte de un proceso de racionalización y de «regreso a la realidad» que para muchas personas resultará en una catarsis, en una mejor comprensión de la dimensión sentimental humana. Previamente, no hay nada más importante que acceder al tipo de sentimientos que se pretenden evocar con películas cuyo centro es la intensidad, tales como Sin fin.
La ópera prima de los hermanos Esteban Alende se lo juega todo a la carta emocional, y termina ganando de forma satisfactoria porque no se conforma con una fórmula. No decide ir por el camino sencillo, aunque nos permita disfrutar con momentos deliciosamente estructurados, personajes estupendamente desarrollados (amén de esos colosales María León y Javier Rey) y una historia que usa componentes de ciencia-ficción de forma justa para justificar la premisa. Permite a su público obtener escenas que seguramente desearía vivir en algún momento de sus vidas, pero nunca termina cediendo a todo lo que podría solicitar. Y es de agradecer.
Hay otras obras en la que las que el romance parece querer justificar una narración edulcorada y empalagosa, un drama fácil o una utopía emocional inalcanzable, y esto termina situando unas expectativas para relaciones amorosas muy frustrantes. Sin fin se cura de esta posibilidad, combinando sueños y frustración con desgarro y realidad, ajustada a una relación heterosexual y monógama, sí, pero revelando muchas capas de complejidad. Todo ello hace posible que el espectador tenga la posibilidad de apoyar el mensaje de fondo: aquello que nos llega en la vida suele terminar mereciendo la pena.