Cuando uno se sumerge en la Historia de España, le es imposible eludir los castillos. Unas fortificaciones que abundan tanto en la península como en el resto del continente.
Desde la antigüedad, castillos y palacios se han empleado como un mecanismo para evidenciar la cúspide del poder y la influencia. De proporciones dramáticas e hiperbólicas, se alzan en posiciones estratégicas capaces de impresionar al enemigo y al pueblo indocto a partes iguales.
Al margen quedaron, hace ya muchos años, sus funciones residenciales y defensivas. De hecho, en la actualidad, únicamente unos pocos gozan de un carácter administrativo e institucional. Mientras la mayoría de edificaciones de índole público se destinan al turismo e investigación, una escasa proporción se reserva a actos públicos y a la familia real.
Sin embargo, parece haber un empeño general entre las empresas gestoras de dicho patrimonio por conmemorar aquellos tiempos más oscuros y rocambolescos. Cualquiera que haya decidido visitar un castillo recientemente, habrá apreciado reminiscencias de épocas pasadas. Por un momento, empequeñecemos ante la grandeza de sus imponentes decorados del mismo modo que lo hicieron nuestros antepasados ante la autoridad de sus majestades.
Sin duda, una sensación idónea para empatizar con las vivencias del pueblo llano. Continuando con la visita, uno también busca la oportunidad de ponerse en el lugar del rey. Sin embargo, muy a mi pesar, una gran cantidad de veces no se presenta la ocasión. He aquí el quid de la cuestión. Como entusiasta de la historia, al viajar a estas instalaciones, espero poder ponerme en la piel de altos mandatarios y lo único que consigo es una profunda sensación de frialdad.
Así es. Después de ver una infinidad de salones con poco más que cuadros, dormitorios con poco más que camas y habitaciones con poco más que tapices, me siento vacía. ¿Dónde están los vestigios de humanidad de los reyes si no en sus casas? No me digan que no la tuvieron sólo porque a ustedes les falta. Quizá el problema radique en su incapacidad para asociar hogar con persona o en su renuencia a aceptar que fueron personas las que mandaron sobre ustedes.
Sea como fuere, dejen de extrapolar sus ideales a la herencia cultural de todos. Háganlo en sus libros si quieren o en las redes sociales pero no en lugares públicos. Empiecen a mostrarnos la naturaleza del ser humano y la realidad histórica. El turista millenial quiere conocer todos los ámbitos de palacio; desde los aposentos reales hasta las caballerizas pasando por las cocinas. No cabe duda que antaño hubieron letrinas en las habitaciones y mesas en los comedores. Les rogamos y les exigimos que nos las muestren. Para ver cuadros ya disponemos de museos tan extraordinarios como el del Prado.