"Sentí que la película estuvo constantemente poniéndome zancadillas para reafirmar su supuesta inteligencia."

Hace poco fui a ver ‘Tenet’ al cine, y salí con un martilleo en mi cabeza. No era un pensamiento que suele quedarse en mí, de forma insistente, tras concluir una obra razonablemente intrincada. Tampoco se parecía a ese runrún que persiste en mi mente tras una historia que se queda lo suficientemente abierta como para permitirme reflexionarla, e invitarme a experimentarla una vez más.

La sensación que tenía al salir del cine era, más bien, molesta. Creo haber entendido varias de las razones por las que me encontraba (y me encuentro) de esta manera. Para escribir con un mínimo de rigor acerca de este asunto, resultaría necesario hablar primero de la figura central de ‘Tenet’. No es ese Protagonista, interpretado de forma más que solvente por John David Washington (del cual recomiendo encarecidamente ‘Blackkklansman’, por cierto). Es el maestro de ceremonias, responsable del guion y la dirección de la película.

Es Christopher Nolan.

De izq. a dcha.: John David Washington y Christopher Nolan, tras las cámaras de ‘Tenet’

Que Nolan haya consolidado su marca personal en la industria del séptimo arte es un hecho innegable. Se lo ha ganado a pulso. Tras dirigir once largometrajes y labrarse una prestigiosa carrera internacional, resulta sencillo reconocer el estilo que ha cincelado en la mayoría de sus obras: secuencias grandilocuentes, ritmo narrativo envidiable, mezclas de sonido y banda sonora que explotan de forma atronadora…

La conjunción de todos estos elementos suelen terminar produciendo enormes blockbusters que alcanzan un triple milagro: éxito en taquilla, amplio recibimiento entre público y crítica y reconocimiento académico en forma de cientos de galardones y nominaciones. De esta forma nace el Nolanismo, un sentimiento que unifica a cinéfilos veteranos y novatos. Un fenómeno fan que podría compararse con un fervor casi religioso por la siguiente obra maestra del responsable de títulos esenciales del cine occidental del siglo XXI como ‘Memento’ u ‘Origen’.

Y es que uno, que también fue nolanista hasta hace unos años, considera que este fanatismo acarrea un doble inconveniente. Son dos problemas que suelen afectar a la percepción general de estas películas:

  1. La carta blanca que se entrega de forma automática a todo lo que estrene Nolan.
  2. La imposibilidad de valorar las nuevas obras de Nolan sin tener que compararlas con su estelar trayectoria.

Esto no le sucede solamente a Christopher Nolan. Cuando un autor se vuelve colosal en cualquier industria artística, se transforma. En este caso, el estatus de director de cine evoluciona hasta convertirse una verdadera institución: Scorcese, Tarantino, Villeneuve, Spielberg, Cuarón Sus aclamadas obras son referentes habituales de la historia del cine reciente, algo que les ha llevado a convertirse en entes con capacidad de reconducir la escena fílmica mundial con cada película que estrenan.

Robert Pattinson y John David Washington en ‘Tenet’

Nolan no solo pertenece a este grupo, sino que está entre los más influyentes y célebres. Hace tiempo que dejó de ser meramente un buen autor y se cimentó como un símbolo de espectacularidad con clase, la cabeza visible de un cine que equilibra lo comercial con lo elegante. Resulta innegable su talento como artista visual, su habilidad para diseñar enormes escenas de acción y suspense y su maestría a la hora de encapsular conceptos en sencillos y poderosos leitmotivs: una peonza que no para de girar, un balazo que da marcha atrás…

Es esta reputación la que, errónea e inevitablemente, le concede un aura invulnerable por una gran parte del público y la crítica. Una suerte de pase sin condiciones ni reservas, por el que todas sus obras adquieren una ventaja que nunca tendrán el resto de sus competidoras. Pase lo que pase, estamos hablando de «una película de Christopher Nolan» y esas cinco palabras son suficientes para nublar el juicio de una gran cantidad de espectadores en mayor o menor medida. Al fin y al cabo, el nombre del director se percibe en este caso como sello de calidad incontestable.

Lo que nos lleva al segundo problema, y a lo que limita a los grandes directores del momento. La irremediable comparativa a la que estarán eternamente condenados, y por la que también adquieren su carta blanca. Estrene lo que estrene Tarantino, siempre estarán ‘Pulp Fiction’, ‘Reservoir Dogs’ o ‘Malditos bastardos’ como su vara de medir personal. Lo mismo sucede con Scorcese al respecto de obras como ‘Taxi Driver’, ‘ Uno de los nuestros’ o ‘Infiltrados’. Y, por supuesto, le sucede a Nolan con la existencia previa de ‘Memento’, ‘El truco final’ y ‘El caballero oscuro’.

Elizabeth Debicki y John David Washington en ‘Tenet’

‘Tenet’ se estrenó aplastada entre la expectativa por la siguiente obra de un gran maestro y por la exigencia de que alcance un nivel establecido por su propia filmografía. En mitad de una pandemia, lo que condiciona la experiencia de la sala de cine. Sin embargo, confieso que me sentí afortunado cuando se apagaron las luces del cine: no tenía grandes expectativas, ni bajas, ni exigencias de ningún tipo. He ido dejando de mitificar los grandes nombres artísticos desde hace un tiempo, así que esta fue una de esas raras ocasiones en las que entré al cine con una actitud muy sencilla: recibir una historia y valorarla. Ni más, ni menos.

¿Y saben qué? No me gustó ‘Tenet’. Valoré positivamente ciertos aspectos de la película, la verdad sea dicha, pero no me convenció su conjunto. La razón no es que no llegue al nivel de otras de sus películas con ADN sci-fi (como ‘Origen’ o ‘Interstellar’) o que me esperase algo distinto o mejor que lo que recibí. Se trata más bien de que sentí que la película estuvo constantemente poniéndome zancadillas para reafirmar su supuesta inteligencia, volviendo las cosas más difíciles de abarcar de lo necesario.

Ojo que he dicho abarcar, no entender. La película se entiende perfectamente, a pesar de que la trama dé miles de vueltas (innecesarias, teniendo en cuenta el relato principal) en la primera mitad de metraje. El público más avispado podría llegar a entender algo de unos diálogos que funcionan como ladrillos de información que los personajes se lanzan de forma atropellada. Esto resultaría posible si además se superase una mezcla de sonido que deja bastante que desear en salas de cine. Seguro que había una intención artística concreta que llevó a saturar tanto la banda sonora y los efectos de sonido, y sin duda funciona para varias escenas. Sin embargo, este experimento auditivo empezó a parecerme desagradable cuando los tímpanos me empezaron a doler.

Esto no quita que la película no tenga aspectos muy buenos, o incluso sobresalientes. Nolan ha confirmado una vez más su ingenio al rodar secuencias que quitan el hipo, mezclando una acción más terrenal con un elemento que la eleva a algo nuevo y único. En este caso hablamos de la inversión del tiempo, un concepto visual muy atractivo del que se sirve el mejor giro de toda la película. Solo con estos dos elementos y una historia con importante componente emocional tenía de sobra para firmar un estupendo trabajo. Por desgracia, el relato emocional se ve reemplazado por un quebradero de cabeza tras otro, en un intento de hacer pasar un guion caótico por uno profundo y complejo.

‘No trates de entenderlo, siéntelo’, dice la científica interpretada por Clémence Poésy al protagonista poco después del comienzo de la película. Si ella no es un trasunto de Nolan lavándose las manos de su propio enredo antes de empezar, ¿qué es entonces? Y si por una parte nos dicen que no pensemos pero por otra nos abruman con la avalancha dialéctica que es el guion final, ¿con qué nos quedamos? ¿Dejamos de entender ‘Tenet’ y nos rendimos a la inconsciencia, o intentamos abarcarla bien y terminamos con dolor de cabeza?

Yo elegí la migraña, por desgracia. Pensándolo mejor, igual no tendría que haber dejado de ser nolanista. Seguro que a estas alturas estaría buscando una nueva excusa para aclamar esta película como una obra de culto fácilmente disfrutable. En lugar de eso, al salir del cine estaba buscando la forma de explicar a mis compañeros de sala que el protagonista de una historia debería tener, como mínimo, nombre propio. No hablemos ya de necesidad interna, conflicto emocional y esas cosas. Y tampoco olvidemos que la confusión no es lo mismo que la intriga. Confundir es un truco rápido, pero intrigar es un arte. Uno que se queda días, meses y años después de presenciar una buena película.

Otra vez será, quizás.