Hace tres semanas, viajé por primera vez al Donostia Zinemaldia y corroboré una teoría: si podemos definir nuestra propia personalidad a partir de recuerdos, también podemos definir nuestra sociedad por el arte que esta acoge y eleva. Ahora que ha pasado algo de tiempo y el criterio termina de asentarse, puedo confirmar esta hipótesis.
Podemos vivir mucho, pero la mente no termina de procesarlo hasta que se pone distancia o contexto a los acontecimientos que solamente pueden recrearse en nuestra memoria. Cuando esto ocurre, muchas veces necesitamos plasmarlo de alguna forma. Es algo habitual, una forma para dar sentido y valor a los recuerdos de nuestras vidas. No es de extrañar que la memoria “borre” de forma casi automática recuerdos desagradables que no deseamos recuperar
Es también la lógica con la que podemos percibir las artes: por contexto, contraposición y evolución comparativa. Es la forma con la que el cine se instaura en nuestro espíritu una vez cruzamos la fina línea entre meros espectadores casuales y amantes del séptimo arte. Es la razón por la que atesoramos las películas que nos han emocionado, mientras que olvidamos aquellas que nos resultan nefastas o indiferentes.
Lo maravilloso del cine es que no se conforma solo con ser parte de nuestra experiencia como espectadores individuales, sino que modela la sociedad que lo acoge en sus múltiples vertientes. Una cuestión tan cercana como la percepción de las relaciones amorosas en la cultura popular, y cómo esta nos afecta, nos lleva fácilmente a darnos cuenta de que la sensibilidad amorosa se ha visto modulada por clásicos como El apartamento, obras de culto como The Eternal Sunshine of The Spotless Mind y grandes triunfos populares recientes como La La Land.
Todo ello en un lapso de pocas décadas, testimonio del verdadero poder del cine.
Mientras cocinaba estos pensamientos, llegué a Donostia con tres días por delante para aprovechar el Festival de Cine. Aún no comprendo cómo me dio tiempo a ver cinco películas (aunque estaba bien acompañado para ello), pero menos aún alcanzo a entender el acierto de asistir a las obras que escogimos. Cada una, en su género, resultó ser un espejo que refleja la realidad de la sociedad y naturaleza humanas en los estertores de la segunda década del siglo XXI. Por todo lo que me aportaron, he dedicado unas líneas a cada una de ellas.
L’homme fidèle – Deconstrucción diamantina de la miseria humana
Premio del Jurado al Mejor Guion (ex aequo) en Donostia Zinemaldia 2018
Me sonaba Louis Garrel por todo lo que había escuchado acerca de Dreamers (una de tantas películas en mi lista de pendientes que quiero ver desesperadamente), pero no había visto nada de él hasta que me senté en el Teatro Principal, se apagaron las luces y terminó de sonar la fanfarria del festival por primera vez. L’homme fidèle (A faithful man o El hombre fiel, en sus traducciones aproximadas) resultó ser mi primera y mejor oportunidad para conocer a este cineasta, en un lío a la francesa que sirvió como el perfecto aperitivo para el fin de semana.
Si algo he de destacar de esta película es lo maravillosamente cínica que resulta ante las convenciones sociales del matrimonio, la muerte, el adulterio y, en general, las relaciones humanas. De cómo teje una red fundamentada en el carácter más miserable y patético del ser humano y lo convierte en una joya cómica sin parecer ni un esperpento extremo ni una obra descafeinada. Resulta delicioso observar roles de personajes que tan fácilmente podrían anclarse en un cliché del género elevarse por encima del mismo con humor para crear algo único y real. No es perfecta ni fruto de mi devoción absoluta, pero sí altamente disfrutable y recomendable.
Manbiki kazoku (Shoplifters) – Espejo de barrio japonés para el mundo
Palma de Oro a la Mejor Película en el Festival de Cannes 2018
Traducida al español (más acertadamente, diría yo) como Un asunto de familia, este fue mi segundo encuentro con la particular mirada de Hirokazu Koreeda sobre la familia como fundación de las relaciones sociales y humanas. Y es, posiblemente, el vistazo más contradictorio y apetecible que he visto hacia la convención de la familia mediante una película de drama social. Es tan cercana y a la vez tan poco usual que parece que algo alienígena se ha apoderado de lo que nos debería resultar banal en otras condiciones.
Puede que sea ahí donde resida gran parte de la magia. Antes de esta película solo había visto Umimachi Diary (Nuestra hermana pequeña en España) de este mismo director. Dicha película comparte el mismo punto de vista hacia lo cotidiano, pero distan la una de la otra a la hora de discurrir por los entresijos de la estructura familiar. No me apasionó Nuestra hermana pequeña, pero Un asunto de familia me cautivó en más de una ocasión y no sé explicar exactamente por qué. ¿Por acercarme a una situación lejana, personal y culturalmente? ¿Por la emoción contenida? ¿El esquema narrativo?
Puede que sea por las tres cosas a la vez, y es posible que así esté confirmando que Koreeda ha logrado hacerme disfrutar con instantes comunes que encierran un océano de complejidad bajo una superficie aparentemente simplista. Palmas para él.
Rojo – Sugerir, el método para la narración maestra
Concha de Plata al Mejor Director (Naishtat), Concha de Plata al Mejor Actor (Grandinetti) y Premio del Jurado a la Mejor Fotografía en Donostia Zinemaldia 2018
Recuerdo observar los créditos de Rojo y pensar que no sabía si amaba lo que acababa de ver o me sentía profundamente decepcionado. Pasé por la incertidumbre, hablé de esta película como algo inclasificable o imposible de entender si no se había vivido la realidad argentina o si no se asumía el contexto adecuado. Reflexioné sobre ello en frío, empecé un análisis más serio y me di cuenta de que estaba profundamente equivocado. La película era exactamente como debía ser.
Rojo está abocada a ser reconocida como una obra maestra del cine latinoamericano. En sus poco más de cien minutos, da una clase magistral de subtexto cinematográfico, de cómo ir contando una verdadera tragedia encerrada bajo la historia aparentemente principal. Mediante una dirección con pulso y creatividad, se subliman aterradores matices bermellones, escarlatas y carmesíes de forma desgarradora y sórdida, evocando crueldades sin necesidad de explicarlas. Este juego psicológico me dejó desarmado e indefenso, y luego recordé que en eso consiste en muchas ocasiones el cine: sentirnos desnudos y algo estúpidos para darnos cuenta de que crecemos con la película que ha logrado que nos sintamos así.
El reino – Adrenalina pura
“Redonda”.
Es lo que pensé cuando aparecieron los créditos finales de este discreto coloso del cine español, una obra que me sobrecogió profundamente. No es la primera vez que el dúo conformado por Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen hacía mella en mí (ya me generaron sentimientos encontrados con Stockholm), pero El reino es un caso aparte en términos históricos. Es una de esas películas que trascienden parámetros de calidad para volverse un fenómeno necesario de ver, disfrutable de principio a fin.
He escuchado comentarios señalando que el primer acto de la película es demasiado lento, más teniendo en cuenta el frenesí cardíaco que apabulla al espectador más adelante. No estoy de acuerdo: el clímax de esta obra resuena tan bien precisamente por la progresión desde su apacible radiografía de la clase política española hasta esa magnífica espiral a los infiernos que zarandea a su protagonista. El reino acaricia la realidad social española, pero lo hace de una forma tan sutil que hace que su verdadero fondo sea aún más potente: el de una historia sobre el poder, y la oscuridad que este despierta en el ser humano. Algo que no requiere de banderas para ser comprendido.
Cold War (Zimna wojna) – El triunfo de Pawlikowski
Palma de Plata al Mejor Director (Pawlikowski) en el Festival de Cannes
Me alegro tanto de haber visto Ida hace cinco años.
Estaba en segundo de carrera y mi mente cinéfila estaba en plena ebullición, explotando todas las posibilidades para aprender y crecer artísticamente, cuando entré a ver Ida al Matadero de Madrid y descubrí a Pawlikowski. Me encontré con una singular propuesta que terminaría arrasando en los Goya, los Premios del Cine Europeo y hasta en los Oscar, aunque no despertó en mí más que interés y perspectiva sobre la calidad y el potencial que tenía el cine europeo actual. Por esa razón, fue la antesala perfecta a la intensidad emocional que despertó en mí Cold War y que se grabó a fuego en mi mente y retina.
Mientras Ida parecía apelar a un espectador más exigente, Cold War no dejará a nadie indiferente porque sitúa en el centro de su escenario la dicotomía más universal que existe (el amor y el odio) para entretejer una historia con una hermosura dolorosa. Ominosa, cercana, empática, cruel, elegante, tan única que parece que estamos asistiendo a una tragedia griega (o más bien polaca) que había estado oculta hasta el momento. Es por esa cinematografía, que me provocan ganas de montar una galería fotográfica con cada fotograma de la película. Es gracias a ese demoledor dúo interpretativo conformado por Joanna Kulig y Tomasz Kot.
Era necesario Pawel Pawlikowski, que nos ha regalado una película para engalanar esta época tan brillante para el arte cinematográfico.
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Como apuntes finales, me quedé con las ganas de ver Girl, Beautiful Boy o Malos tiempos en El Royale, pero mi tiempo fue limitado en el Festival. Entre muchos pintxos y cerveza cayeron cinco obras que me volvieron a cambiar como espectador, y que contribuyen en mayor o menor medida a cimentar el camino de nuestra sociedad. De hecho, hasta me dio tiempo de zambullirme en el Cantábrico y regresar a Madrid como una nueva persona.
Prueba de ello es que este es mi primer escrito en meses. Y no será el último.
Brillante análisis. Seguiremos las instrucciones…